Mireia Utzet y Anna Giné
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS):
los sistemas sanitarios incluyen todas aquellas organizaciones, instituciones y recursos encaminadas a promover, restablecer o mantener la salud (1).
Por lo tanto, la actuación de los sistemas sanitarios va más allá de la asistencia sanitaria propiamente dicha (primaria, especializada u hospitalaria) e incluye elementos que son quizás menos visibles para la ciudadanía, pero también relevantes para su salud, como pueden ser la vigilancia epidemiológica, la salud ambiental, otros ámbitos de la salud pública o la investigación e innovación sanitaria.
Los sistemas sanitarios europeos se pueden clasificar básicamente en dos grandes modelos: Servicio Nacional de Salud (SNS) (también conocido como modelo Beverige o Shemasko) y los Sistemas de Seguros Sociales (SSS) (también conocidos como modelo Bismarck). Los SNS se caracterizan por ser financiados a partir de impuestos generales, ser de gestión pública y proveer un acceso universal a la ciudadanía sin pagos previos y reembolsos posteriores. En cambio, los SSS son financiados fundamentalmente a partir de las retenciones en los salarios de los y las trabajadoras, de manera que el derecho a la asistencia sanitaria se genera a partir de la cotización a la seguridad social, si bien de forma indirecta la asistencia también se garantiza al resto de la población. Algunos estudios que comparan los dos tipos de sistemas sanitarios apuntan a que los SNS obtienen mejores resultados en salud y mayor eficiencia global (2) y generan menores desigualdades (3). En la práctica, en la mayoría de países europeos, la financiación y el aseguramiento de los sistemas sanitarios no se ciñen estrictamente a un modelo, e incorporan características de distintos modelos (4). Durante las últimas décadas, y especialmente debido a las políticas de austeridad, se han intensificado las tendencias mercantilizadoras y privatizadoras de los distintos sistemas sanitarios europeos, incorporado al sector privado en ambos modelos (5).
¿Por qué se justifica la colaboración público-privada, las externalizaciones, la gestión empresarial, los consorcios y conciertos, o la incorporación de intereses privados en la lógica de funcionamiento de los sistemas sanitarios públicos? Hasta hace relativamente pocos años, los principales estudios científicos comparando sistemas públicos y privados de salud se habían realizado en Estados Unidos. En la mayoría de ellos, se muestra cómo los hospitales privados sin ánimo de lucro son más eficientes que los centros privados con ánimo de lucro (6,7). En Europa, la evidencia científica aportada en este ámbito ha sido escasa, destacando dos estudios realizados en 2018 (8, 9) con datos de varios países de la Unión Europea, que concluyen que los hospitales públicos son como mínimo igual de eficientes que los privados (8) y que presentan un mejor rendimiento económico (9, 10).
En cuanto al caso español, se ha demostrado que la gestión privada o público-privada de los servicios sanitarios no tiene por qué ser mejor que la gestión pública (11,12) . Así pues, podemos concluir que no hay evidencia científica concluyente que sostenga que un sistema sanitario total o parcialmente privatizado (con o sin ánimo de lucro) es más efectivo ni eficiente que un sistema sanitario financiado y con provisión exclusivamente pública. Además, la reducción de la sanidad pública en favor de la privada, mercantiliza la asistencia sanitaria convirtiéndola en un negocio, no quedando garantizada por el mercado la distribución equitativa de la atención sanitaria (13).
Es más, hay evidencia que reducir el peso de la sanidad pública en favor de la privada incrementa las desigualdades geográficas y sociales, los/as pacientes con múltiples problemas de salud y problemas de salud complejos a menudo reciben una prioridad más baja que aquellos/as con problemas de salud menores, y se reducen las oportunidades para controlar la calidad de la atención sanitaria (14). Además, la externalización de algunos servicios hospitalarios, como por ejemplo la limpieza o la comida, justificada por el ahorro en el presupuesto sanitario, también son cuestionables. Por ejemplo, en el Reino Unido la externalización de la limpieza se ha asociado con el aumento de infecciones hospitalarias(15). En el apartado ¿Qué riesgos tiene la privatización sanitaria? se desarrolla más exhaustivamente este tema.
Una cobertura universal de salud garantiza que todas las personas puedan acceder, sin discriminación, a una atención sanitaria oportuna, efectiva y de calidad
¿Por qué es importante una cobertura pública universal de salud? Una cobertura universal de salud garantiza que todas las personas puedan acceder, sin discriminación, a una atención sanitaria oportuna, efectiva y de calidad, a la vez que se asegura que el uso de los servicios sanitarios no expone a las personas a dificultades financieras añadidas, y en particular a los grupos en situación de vulnerabilidad (16). La cobertura universal es el fundamento de un sistema sanitario equitativo, y ha demostrado incidir no solo en la mejora de la equidad (17,18), sino también en la mejora de la salud de toda la población (19).
¿Por qué es importante un sistema sanitario “gratuito”? “Gratuito”, así entre comillas, porque el Sistema Nacional de Salud se financia con los impuestos generales recaudados, vía presupuestos. Cuando decimos “gratuito”, en realidad nos referimos a una asistencia sanitaria sin re-pagos en el momento de recibir la atención necesaria. La “gratuidad” del sistema sanitario contribuye positivamente al despliegue de una cobertura universal de salud efectiva (20), y contrariamente, la introducción de formas de re-pago (copago) ha mostrado ser un obstáculo y una discriminación para acceder a los servicios sanitarios, en especial para los grupos socioeconómicos con menores recursos, como por ejemplo población inmigrante, la población infantil o las personas de edad avanzada y con discapacidad, que padecen más enfermedades crónicas y problemas de salud (21).
Y, por último, ¿por qué es importante un sistema sanitario de calidad? Cabe decir que no hay consenso en la definición de qué es la calidad ni cómo debe medirse (resultados en salud, satisfacción del usuarios/as, etc.)(22). En el Sistema Nacional de Salud, por ejemplo, se considera calidad asistencial como «la provisión de servicios accesibles y equitativos con un nivel profesional excelente, optimizando los recursos y logrando la adhesión y la satisfacción del usuario«. La calidad no es, por tanto, sinónimo de tecnología compleja, hiper-especialización o biologicismo. Además, al contrario de lo que se tiende a pensar, más no es mejor; el consumismo sanitario ha mostrado incrementar injustificadamente el sobrediagnóstico, el sobretratamiento, la medicalización y la iatrogenia (23, 24, 25), además de suponer un gran coste incensario (26). Pero como apuntábamos al principio, el sistema sanitario va más allá de la asistencia sanitaria, por lo que cuando hablamos de calidad no solo hablamos del acceso a cuidados esenciales. Un sistema sanitario de calidad, además, promueve la salud en las comunidades, protege de epidemias, reduce la pobreza, impulsa el crecimiento económico y mejora la equidad (27).
Por todo ello, un sistema sanitario público, universal, gratuito y de calidad, no es solo importante, sino más bien imprescindible para mantener sociedades verdaderamente democráticas.
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